Durante
la época virreinal, en las colonias españolas en América existían dos
maneras de percibir y contar el tiempo; una era la establecida por la
iglesia católica a través de un 'reloj' agrícola, y la otra la usada por
los burgueses y personas de clase social alta mediante el uso de
relojes mecánicos. La primera, impuesta por la iglesia, se regía por el
día y la noche de manera natural, es decir, que el día comenzaba con la
salida del Sol y terminaba con la desaparición del mismo. De esta manera
se establecían las misas y las jornadas de trabajo, entre otras cosas,
variando según la naturaleza mandase. La segunda manera, la de los
'ricos', era mediante la utilización de relojes mecánicos aún
primitivos, pues sufrían de muchas alteraciones horarias durante el día y
trabajaban a partir de cuerda, cada reloj podía tener hora diferente,
pues controlaban, más bien, procesos de producción o tiempos de espera.
Para
fines del siglo XIX, con el auge del modo de vida surgido a partir de
la revolución industrial, se volvió de suma importancia el control del
tiempo en las grandes ciudades, mismas que debían trabajar
coordinadamente para obtener mejores resultados productivos. Lo
anterior, dio como resultado la colocación de relojes públicos
funcionales, pues, a pesar de que se sabe que existieron en América
desde el siglo XVI, no todos funcionaban, de hecho, algunos tenían un
origen meramente ornamental.
La colocación de estos relojes significó entonces un sinónimo de desarrollo y modernidad, la gente vivía ya acorde a una sola hora y podía coordinar las labores del día junto con el resto de la gente, además de saber cuánto tiempo faltaba para que pasara el tren, por ejemplo. Los relojes públicos también eran de intención estética, se usaban para 'hermosear' las ciudades o pueblos en donde se colocasen, la mayoría, de manufactura francesa neoclásica, dignos de la época porfiriana.
Después de la Ley Lerdo sobre la desamortización de la propiedad corporativa civil y eclesiástica, la iglesia dejó de ser la dueña y señora de los pueblos y sus tierras, a escena llegaron varios actores privados (la mayoría extranjeros) que adquirieron terrenos y con ello poder sobre el pueblo, igualando o superando al poder eclesiástico.
Tlaquiltenango se vio envuelto dentro de todo el contexto anteriormente descrito, los sacerdotes pese a que ya no podían adquirir propiedades como miembros de la iglesia, sí lo podían hacer como particulares, y su situación privilegiada los favorecía. Además, varías personas 'particulares' tomaron el control del pueblo en sus manos, entre ellos se rotaban lo puestos de poder civil, y tomaba decisiones que afectaban, para bien o para mal, a la comunidad, Entre estas decisiones la colocación de un reloj público.
Fue
entonces, que el 23 de febrero de 1895 se llevó a cabo una junta entre
los 'principales ciudadanos' de Tlaquiltenango y autoridades
municipales, el entonces gobernador Manuel Alarcón y autoridades
municipales de Jojutla. La junta fue para que los de Jojutla pidiesen a
los de Tlaquiltenango les compartieran agua del Apantle Mayor construido
en 1760. El acuerdo se dio, sin embargo, los de Tlaquiltenango pusieron
como como única condición el donativo de $500 de parte de los
jojutlenses, para la compra de un reloj que se colocaría en la parroquia
de Santo Domingo de Guzmán.
Finalmente, el 12 de julio de 1896 se efectuó dicho pago, aportando el Pbro. Agapito Minos $200, el Ing. Felipe Ruíz de Velazo $150 y Francisco Díaz Dosal $150. El reloj se colocó en la parte superior de la nave del templo de Santo Domingo y se inauguró el 1 de febrero de 1898. De esta manera, Tlaquiltenango daba un paso más rumbo al desarrollo porfiriano que se basaba más en un desarrollo estético que social.
Tlaquiltenango adquirió un reloj neoclásico de manufactura francesa, armado en la ciudad de Lyon, pero seguramente comprado en la Ciudad de México. Cabe mencionar que posiblemente el reloj costó más del doble de lo que se pidió como donativo, pues se tiene el dato de un reloj similar comprado para Teloloapan, Guerrero; también en 1896 que constó $1,113.50.
Por lo pesado de su maquinaría, de las campanas que lo acompañaban en su estructura y de la base en que estaba montado, el reloj fue reemplazado por otro, también siendo modificada la base que lo sostenía. Para el año 2000, el gobierno municipal decidió reconstruir la maquinaría original y colocarla en una torre de tres niveles construida en la esquina suroeste de la plaza revolución.
Dicha torre tiene como características que en su primer nivel el dejar ver a través de vidrios el funcionamiento de la maquinaria, en su segundo nivel la presencia de las campanas, y en el tercero un reloj con cuatro caras, además sobre la superficie del tercer nivel se observa el glifo oficial de Tlaquiltenango con altavoces.
Finalmente, el 12 de julio de 1896 se efectuó dicho pago, aportando el Pbro. Agapito Minos $200, el Ing. Felipe Ruíz de Velazo $150 y Francisco Díaz Dosal $150. El reloj se colocó en la parte superior de la nave del templo de Santo Domingo y se inauguró el 1 de febrero de 1898. De esta manera, Tlaquiltenango daba un paso más rumbo al desarrollo porfiriano que se basaba más en un desarrollo estético que social.
Tlaquiltenango adquirió un reloj neoclásico de manufactura francesa, armado en la ciudad de Lyon, pero seguramente comprado en la Ciudad de México. Cabe mencionar que posiblemente el reloj costó más del doble de lo que se pidió como donativo, pues se tiene el dato de un reloj similar comprado para Teloloapan, Guerrero; también en 1896 que constó $1,113.50.
Por lo pesado de su maquinaría, de las campanas que lo acompañaban en su estructura y de la base en que estaba montado, el reloj fue reemplazado por otro, también siendo modificada la base que lo sostenía. Para el año 2000, el gobierno municipal decidió reconstruir la maquinaría original y colocarla en una torre de tres niveles construida en la esquina suroeste de la plaza revolución.
Dicha torre tiene como características que en su primer nivel el dejar ver a través de vidrios el funcionamiento de la maquinaria, en su segundo nivel la presencia de las campanas, y en el tercero un reloj con cuatro caras, además sobre la superficie del tercer nivel se observa el glifo oficial de Tlaquiltenango con altavoces.
La torre se construyó respetando la colocación tradicional de los relojes públicos que los posiciona sobre edificios representativos de poder o en torres independientes, en parques, plazas o jardines. De esta manera, la gente podía consultar la hora pues no todos podía contar con un reloj personal; otra forma era guiarse por las campanadas de la iglesia. La maquinaría original del reloj fue modificada, pues se le colocaron motores eléctricos 'modernos'. Pese a lo anterior, desgraciadamente se caracteriza por no funcionar. Para la escritura de esta publicación (22 de julio de 2016) se encuentra en mantenimiento.
Es así como conocemos una parte mínima de la historia de aquellas construcciones que quizás vemos cotidianamente, que se crearon en condiciones muy distintas a las que vivimos hoy en día y que guardan detrás mucha historia.
Escrito por el investigador Azael Abdí Vázquez Román.
Referencias:
Rivera Mir, Sebastián. Los relojes públicos y la unificación social del tiempo en la ciudad de México, 1882 - 1922. Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo. México. 2013.
Reloj Monumental de la iglesia de Santa María de la Asunción. Instituto Teloloapense de Cultura A.C. en: http://www.tecampana.com/reloj_jaf.html (consultado el 22 de julio de 2016).
Ley de Desamortización de Fincas Rústicas y Urbanas Propiedad de Corporaciones Civiles y Eclesiásticas (Ley Lerdo) en: https://es.wikisource.org/wiki/Ley_Lerdo (consultado el 22 de julio de 2016).
Barra, Carolina. Relojes en la medida del tiempo. Colecciones del Museo Histórico Nacional. Chile.
El proceso de separación entre la iglesia católica y el estado mexicano. en http://bibliohistorico.juridicas.unam.mx/libros/6/2950/7.pdf (consultado el 22 de julio de 2016).
Minos, Agapito Mateo. Apuntaciones Históricas de Xoxutla a Tlaquiltenango. Cocinando Letras. 3° Ed (Facsimil). México. 2007.